viernes, 19 de junio de 2009


Las “Morismas de Bracho”, tocaban a su fin. Consumada la decapitación (?) del “Rey Moro” empezaba el desfile final de los dos “ejércitos beligerantes”. La Reina Cristiana”, descendía de su palco acompañada de su séquito luciendo orgullosa su juvenil belleza realzada por las vestiduras principescas. En contraste “la Reina Mora” y sus acompañantes con los rostros velados seguían humildemente, inconscientes de su papel de “vencidas”, el cortejo de “Las Cristianas”.

Aquel año la Reina Cristiana era la más bella entre todas las muchachas de su edad, se llamaba Hilaria Sánchez, más bien conocida por “La China Hilaria” o ‘La Flor de la Pinta” su barrio; hija de una guapa mujer y de un minero de Vetagrande, quien al morir las heredó con una fuerte suma de dinero, con el que la viuda compró la Huerta de la Pinta, donde habitaban y con los productos de la huerta, y un pequeño comercio, vivían holgadamente.

Andando el tiempo se volvió a casar la viuda con el comisario del barrio que era también “general” de la Corporación de San Juan Bautista, por lo que la China tenía derecho al reinado mientras el padrastro fuera el jefe.

Eran muy considerados en el barrio y la China, muy cortejada aunque no era muy coqueta, y a pesar de su belleza y buen vestir, no suscitaba envidias entre sus compañeras.

Era de gustos muy sencillos, irse los domingos de excursión con sus amigas, a la Bufa, al Vergel o a la huerta del Sr. Cura O. Sixto Castillo, su padrino (que la quería mucho y la había enseñado a leer y escribir), siempre custodiada por la mamá para que los gavilanes no se atrevieran con aquella bandada de palomas.

A todos los bailes la llevaban, pero no bailaba con todos los que la solicitaban, sabía escoger y hacerse respetar.
Aceptaba todos los homenajes, pero nada concedía y. Ninguno de sus muchos pretendientes podía “presumir” de haberla conquistado. No había llegado su hora, hasta que un día....

Entre los numerosos y buenos jinetes que tomaron parte en las «Morismas”, había uno que llamó la atención de las muchachas, montaba un brioso alazán que dominaba con maestría, era alto, moreno, de ojos negros y bigotes retorcidos, vestía un lujoso traje de charro, de cuero con botonadura de filgrana de plata, de plata eran también las espuelas y la cabeza de la silla, el ancho sombrero primorosamente bordado y en la copa sus iniciales L. A. que intrigaba al elemento femenino, era en fin un Jorge Negrete del Siglo XIX.

Verlo la “China” y sentir el flechazo, todo fue uno, el también admiró la hermosura pueblerina de la “Reina Cristiana” y se sintió arrebatado, durante los tres días de “combates entre Moros y Cristianos”, estuvieron cambiando miradas; abrasadoras él, tímidas ella por temor a los muchachos de su barrio que armarían una de las suyas si se percataban de que un desconocido los suplantaba, “Mía o de nadie” era un letrero que aparecía en su puerta cuando algún pretendiente de la ciudad se atrevía a rondar su casa, y el pretendiente desaparecía.

Por esto la «China Hilaria”, a la vez que sentía la alegría de amar y sentirse amada, temía por “su Charro”.

El, ajeno a todas las intrigas logró concertar u cita para la noche del último día de las “Morismas”, después del tradicional Coloquio que tenía lugar en el “cuartel general de las tropas beligerates”, en la hacienda de beneficio «Las Mercedes”. Con pretexto de cambiar de traje pudo escabullirse la “China” y hablar con su pretendiente.

El se dio a conocer como Luis Aguilar, mayordomo de la Hacienda de Víboras, y con palabras apasionadas le declaró su amor y que quería casarse con ella inmediatamente, no quería irse y dejarla.

La China midió la trascendencia de aquel amor, sus padres se opondrían a casarla con un “fuereño” y los muchachos de su barrio lo harían pedazos; y aunque Luis era valiente y decidido, no quería comprometerlo. Entonces él le propuso la fuga, jurándole “por las cenizas de sus padres”, que llegando a Jerez , la depositaría en la casa del Juez que era su tío y se casarían cuanto antes. Ella aceptó. Que otra cosa podía hacer si lo quería tanto?

Corriendo fue a su casa, recogió sus joyas y alguna ropa, dejó una carta a sus padres pidiéndoles perdón y voló a reunirse con su Charro, que la esperaba en su caballo, la subió a la grupa y ambos se perdieron en las tinieblas de la noche.

Cuando al día siguiente se supo la infausta nueva, el furor de los “Pinteños” no tuvo límite, fueron a ponerse a las órdenes del Comisario para alcanzar a los fugitivos y traerlos “a como diera lugar”.

Pero sus padres se opusieron: para qué si el mal no tenía remedio? Si le iba bien Dios la bendijese, y si mal, ella se lo buscó, y ante la cruda filosofía, los galanes se fueron a ahogar su pena a la cantina.

Y durante ese día, más de un despechado exclamó:
“MAL HAYA LA CHINA HILARIA QUE CON OTRO SE JUYERA”